lunes, 18 de junio de 2018

Libros viejos


El año pasado mi tía murió y de herencia recibí una de las cosas que más hay en mi familia: libros.

Al resto de la familia ya no le cabían en sus casas o departamentos, y aunque tampoco me sobran repisas, se me hizo imposible rechazarlos.
Así que nos volvimos con el maletero del auto cubierto hasta arriba; traíamos poesía, libros de cocina, clásicos españoles, libros políticos y algunos de chismes -muy pintorescos- de un par de monarquías del mundo.

Hice pilas y los separé: a un lado puse los que realmente me interesaban, en otra puse los que tenía repetidos y regalaría, y en otra puse los que no iba a leer de ninguna manera, por falta de interés o porque el libro estaba en muy malas condiciones.

Las primeras dos pilas tuvieron un destino fácil y rápido; sin embargo, la tercera pila, la de los renegados, me hacía sentir mal, me miraba con un ojo invisible y acusador.
¿Qué iba a hacer con ella? ¿Botarla?
Se me arrugaba un poco el corazón cuando lo pensaba; por ecología, por una parte, pero más que nada por todas esas personas que habían escrito aquellas palabras, que las habían ordenado y llevado a imprenta, ese enorme esfuerzo y trabajo que yo valoraba tanto y que conozco bien.

Entonces se me ocurrió darles una segunda vida.
Ya no como libros, sino como hojas, como papel, viejo, tocado o leído por alguien, alguna vez.

Me reconfortó ese pensamiento: corté las hojas sueltas con tijeras, las pinté de colores y fui armando otros libros, con nuevas historias: las mías.

Todavía hay tardes en que siento que los fantasmas de los viejos libros me sonríen.